Por Armando J. García.
En la arquitectura política de un país, cada líder tiene un papel fundamental.
Algunos se ven a sí mismos como arquitectos del cambio, mientras que otros no son más que albañiles improvisados que trabajan con materiales de mala calidad.
En México, la transición del poder parece estar revelando una realidad incómoda: la construcción de un país no se logra con discursos cargados de promesas, sino con acciones congruentes y verdaderos cimientos de justicia y transparencia.
El reciente anuncio de Sheinbaum sobre la incorporación de Cuitláhuac García a su equipo presidencial ilustra una paradoja: un gobernador cuyo legado está marcado por opacidad, persecución política y la cárcel para opositores ahora se perfila como un pilar en el gobierno federal.
Mientras Sheinbaum firma decretos que transforman programas sociales en derechos constitucionales y anuncia reformas en favor de los animales y la vivienda, la lucha interna dentro de su gobierno pinta un panorama diferente.
La detención frustrada de El Tijeras, un sicario vinculado al atentado contra Omar García Harfuch, refleja que las facciones dentro de Morena son más fuertes que el compromiso con las y los mexicanos.
La «Operación Enjambre», supuestamente dirigida contra los aliados de Andrés López Beltrán, hijo del expresidente, no solo evidencia las divisiones dentro del partido, sino que plantea una pregunta crítica: Las filtraciones que permitieron la fuga de criminales y funcionarios sospechosos muestran que el combate al crimen está condicionado por alianzas políticas y lealtades personales.
En este sentido, hablar de «justicia» y «transformación» es un eufemismo que maquilla el reciclaje de políticos que ha sido señalado por múltiples abusos.
Si Cuitláhuac García representa una «estrategia», entonces habría que preguntarnos:
• ¿Qué significa «estratégico» en este contexto?
• ¿Es estratégica la persecución política?
La retórica de Sheinbaum busca presentar un gobierno federal sólido, pero sus acciones siguen reflejando lo contrario:
En el México actual, las decisiones gubernamentales se mueven entre dos extremos: por un lado, reformas constitucionales que buscan establecer derechos sociales como pilares del desarrollo; por otro, luchas intestinas y nombramientos cuestionables que socaven la confianza en las instituciones.
Mientras Ricardo Monreal insiste en la necesidad de una reforma fiscal de «gran calado» para garantizar la sostenibilidad financiera del país, el presupuesto sigue priorizando programas sociales que, si bien necesarios, no bastan para construir un futuro equitativo y mucho menos es la base de un país auto sustentable.
El papel de un líder político no debería limitarse a administrar el presente, sino a diseñar el futuro. Sin embargo, en México, el liderazgo parece haberse convertido en un juego de supervivencia donde la estrategia principal es perpetuar el poder a cualquier costo.
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